11 de septiembre de 2024
“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”
Ángela Patricia Jiménez Castro*
El tiempo es ritmo, la historia es ritmo y nosotros mismos somos ritmo; somos el producto de este agente de seducción en que se apoya nuestra existencia, el cuerpo y el lenguaje; la política, las artes, las filosofías, las culturas, el movimiento de la naturaleza y, en general, como lo señala Octavio Paz, todo “lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo”. Así, “el ritmo, que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos”, y esta expresión rítmica y armónica se configura a partir de la musicalidad del universo que nos propone una visión analógica del mundo, en la que volvemos a la esencia primigenia del ser como creación en un proceso de conciliación con el ritmo universal. Tal es el sentido de la modernidad, en la que existe una constante tensión entre analogía e ironía, donde emerge el yo, y el sujeto es consciente de su mortalidad y comienza a vivir en las peripecias del tiempo; pero, por otro lado, esta orfandad exige volver a la sensibilidad del ser, desde el sentido místico que nos une con la esencia de la naturaleza. Esta arquitectura de la analogía universal me lleva a pensar en Estela, obra de L’Explose Danza, compañía fundada en 1991 por el coreógrafo español Tino Fernández y actualmente dirigida por Juliana Reyes, que tuvimos la oportunidad de ver en el marco del Festival Internacional de Teatro de Manizales.
La obra nos sitúa en un tiempo no tiempo, ¿es el principio?, o, ¿es el fin? Ambos habitan el mismo espacio como una experiencia vital donde es posible ver la transformación del cuerpo, la transición entre lo conocido y lo desconocido, entre lo efímero y lo eterno, la naturaleza de lo inevitable. Al ingresar a la sala nos encontramos con una especie de bosque nevado entretejido por ramas secas; una mujer -o la madre tierra- da a luz una niña que poco a poco empieza a dar sus primeros pasos, y luego se libera por todo el espacio entre juegos, risas y danza. Su cuerpo recorre el ciclo de la vida: la infancia, la adolescencia, la juventud y la adultez, el tránsito que justifica nuestra existencia humana y se refleja en la plasticidad corporal de las mujeres que aparecen en escena y van dejando huella al pasar por cada una de esas etapas. La música que acompaña cada movimiento poetiza las imágenes que se van configurando en ese caminar; el cuerpo, completamente desnudo, dialoga con el público en un acto estético de belleza absoluta y establece la analogía de nuestra piel como una página en blanco, en la que el tiempo dibuja los trazos de nuestras experiencias y creencias.
Los brazos, las piernas, el vientre, el rostro, el pelo, toda la manifestación del cuerpo se convierte en el lenguaje que trasciende la expresión del sentimiento íntimo e individual y nos conecta desde el patio de butacas para vivir una pieza armónica convertida en ritmo para el alma, que logra enaltecer la danza, el movimiento y la música como expresión evocadora para resignificarnos, como experiencia sensorial y espiritual. El canto lírico del cierre y la aparición en escena de otras mujeres -madres mayores-, acompañando el performance de Estela en la última etapa de su existencia, la transición de la vida a la muerte, el vínculo espiritual con lo trascendental, es un acto sublime ante los ojos del espectador, a quien le recuerdan que“la muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene” (Jorge Luis Borges).
“Estela” nos sumerge en la expresión del sentirnos vivos; cada escena nos permite apreciar el diálogo entre la creación y lo celestial, es la imagen de la naturaleza y del universo como un texto, una partitura dispuesta a ser escuchada en su sonoridad y expresividad corporal. Los seres humanos sensibles pueden oír su canto a través del cuerpo danzante y religar bajo los sentidos el mundo de lo separado.
Cuánto hemos dejado de percibir del universo por los sesgos que coartan la imaginación y la apertura de los sentidos; entonces, es necesario, volver a percibir lo que nos hace sentir vivos y entender el cuerpo como una dimensión epistemológica que aprende no solo desde la palabra escrita, sino desde el hacer, la música, el ritual y la misma danza. Somos la imagen de la otredad en la conjunción de los cuerpos; estoy y vivo en el mundo, pero el mundo se convierte en mí gracias al reconocimiento con el otro, y el teatro nos recuerda la profundidad de nuestra dimensión humana.
*Docente Universidad Católica Luis Amigó